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Despedimos a Tamara

Educadora Social es un nombre muy mal puesto. Pertenece a ese conjunto de términos con el que los humanos nos empeñamos en nombrar lo que no se puede nombrar, llevados por un desdén pragmático o por la necesidad absurda de catalogar.

El que enseña cualquier disciplina es el profesor de esa disciplina, pero ¿cómo nombrar al que enseña a ser y a estar?

Mucho más fácil sería si, como en Cien años de soledad, pudiéramos en lugar de nombrarlo señalarlo con el dedo, porque entonces cuando viéramos a algún alumno que, estando angustiado en clase, de repente levanta la mano pidiendo ir a hablar con Tamara podríamos señalarlo y decir “es eso”: la confianza que se esconde detrás de ese gesto; la complicidad que sólo ella alcanzaba con los adolescentes; la tranquilidad que les proporcionaba; la mano tendida, el abrazo necesario, el hombro para llorar, la empatía, el empujón, la fuerza, el optimismo, las ganas de seguir.

Decía Wittgenstein que sobre aquello que no puede ser nombrado es mejor guardar silencio.

Tamara, sólo podemos darte las gracias por todos estos años. Por tu trabajo incansable, silencioso y sin pretensiones. Por tus sonrisas y por tu calma. Por todo el bien que dejas en este centro que siempre será tu casa.

Y para todo lo demás, para todas esas emociones que ahora mismo albergamos y que pertenecen al límite entre pensamiento y lenguaje, guardemos silencio.